Zonas de Bajas Emociones

Por José Luis Cañavate. Ingeniero Urbanista

Una llamada a recuperar el alma de nuestras ciudades


Probablemente, con la mejor intención, estamos intentando corregir los problemas de muchos años de desarrollo con lo que hemos asumido como Zonas de Bajas Emisiones. La visión pudiera ser loable: transformar un entorno urbano hostil, lleno de riesgos para las personas, en espacios de convivencia donde la esencia de lo público debería dominar y que nos permitiera volver a descubrir esa ciudad de antes, donde era posible pasear sin miedos, donde los niños podían reclamar las calles para sus juegos y los mayores disfrutar del mundo en esa observación reposada propia de los que han vivido con dignidad.

Sin embargo, el término «Zonas de Bajas Emisiones» se está prestando a confusiones. Adoptado de modelos europeos y vinculado a los Objetivos de Desarrollo Sostenible, esta denominación es aceptada porque prometía subvenciones y capacidad de inversión, pero dejaba un vacío en la comprensión colectiva: la idea de que al quitar, se debe ofrecer algo a cambio. Esta premisa, tan arraigada en nuestra mente humana, parece olvidarse en el proceso que estamos viviendo.

La promesa de compensación era evidente: al liberar espacio, se abría la puerta a la recuperación urbana de valores y experiencias comunitarias perdidas. Sin embargo, caímos en la trampa de siempre, sustituyendo unos vehículos por otros, y sin terminar de transformar realmente el paisaje urbano en esos espacios de encuentro humano que hemos perdido. Las ciudades, en su mayoría, no han logrado reemplazar la omnipresencia del automóvil por áreas dedicadas al intercambio social, donde la relación humana podría aparecer de nuevo. Los niños no han retornado a las calles para jugar, ni los espacios para pasear se han materializado en las agendas municipales. Las promesas de calles para las personas se han diluido en un mar de asfalto que permanece aún dominado por vehículos motorizados, ahora híbridos o eléctricos.

Si es cierto que algunos sectores comerciales han visto un auge en la explotación de los aparcamientos y los servicios de transporte privado, pero la realidad es que caminar por nuestras ciudades sigue siendo un desafío. Se nos pide cambiar de medio de transporte, pero los destinos permanecen igual de inaccesibles.

El sueño original era simple pero digno, recuperando la capacidad de encuentros espontáneos en las calles, permitiendo que los ancianos vivan su vejez con dignidad en un entorno social real y que las sensaciones del barrio nos recuerden nuestra esencia de seres urbanos en un mundo todavía capaz de sorprendernos. Pero parece que continuamos perfeccionando un modelo de ciudad centrado en el consumo incesante de vehículos eléctricos y aparcamientos, donde la interacción humana se reduce a diario, relegando nuestras emociones a un segundo plano para cumplir con estándares europeos de cierta indiferencia emocional.

Extrañamos aquellos días en que nacer en el Mediterráneo significaba vivir en un espectro emocional interesante y complejo, donde las tristezas y alegrías eran el verdadero tejido de una sociedad orgullosa. Es tiempo de replantear nuestras prioridades y redirigir nuestros esfuerzos hacia un urbanismo donde la creación de verdaderas zonas de emociones intensas y donde el espíritu comunitario y la interacción genuina entre personas sean el centro del pensamiento de la ciudad.

Sólo así podremos aspirar a recuperar el alma de nuestros barrios y vecindarios, haciendo de ellos lugares donde la vida fluya libre y completa, donde cada calle y cada plaza, se conviertan en un escenario de encuentros humanos, de alegrías comunitarias y, sobre todo, de una profunda conexión emocional que nos recuerde a todos la esencia de lo que realmente significa vivir juntos.

Este año 2024 puede ser el momento de fabricar un cambio de paradigma, no solo en cómo gestionamos, diseñamos y habitamos nuestras ciudades, sino en cómo nos relacionamos  unos con otros dentro de estos espacios compartidos. Es el momento de un verdadero urbanismo conductual donde lo que hagan las personas sea al mismo tiempo un resultado y una causa. Al fin y al cabo, son estas interacciones las que definen la calidad de nuestra vida, y por tanto, la calidad de nuestra convivencia social. Apostemos por un futuro donde las calles sean más que meros canales de tráfico, transformándolas en manuales de vida comunitaria, ricas en color, emoción y humanidad, porque el final puede ser muy parecido al comienzo pero peor.

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