Un Urbanismo de la Felicidad para construir ciudades con sonrisas

Por José Luis Cañavate

Urbanista y analista de conducta


El 20 de marzo se ha elegido como Día de la Felicidad, y deberíamos compartir, aunque sea un momento alguna idea sobre el concepto del «urbanismo de la felicidad», que no es ni más ni menos  que una filosofía para entender una sociedad que, en lugar de asfaltar calles, se pudiera dedicara provocar sonrisas caminando por ella.

Vamos a imaginar nuestra ciudad definida no solo por el hormigón y el asfalto, sino también por las emociones positivas de quienes la habitan. Así que bienvenidos a los espacios públicos del urbanismo de la felicidad, donde el caminante no es solo un peatón, sino un escritor en busca de su libro.

En esta utopía urbana, cada esquina debe relatar una historia propia, cada plaza debería ser un escenario donde pasan cosas y cada camino la ruta hacia un bienestar compartido entre todos. En este mundo, los edificios no solo están, además hablan e inspiran, los parques son lugares de calma en medio de la basura diaria del tráfico y cada rincón de los espacios públicos refleja el alma de sus vecinos, estamos creando el espejo de nuestra búsqueda colectiva de sentido y pertenencia.

¿Pero se puede proyectar esta visión idílica a nuestra realidad de coches y trafico? Probablemente, tal como cuenta la antigua leyenda de la felicidad y los dioses,  la  formula esté en nosotros mismos, en nuestra implicación y en un debate activo y sostenido sobre el futuro de cada una de nuestras ciudades. Deberíamos dejar de ser espectadores pasivos y transformarnos en escritores de nuestra propia historia. La participación y la comunicación bidireccional de nuestros sentimientos se puede, se debe, transformar, en la base para construir ciudades y barrios más felices.

En todo caso, crear y gestionar ciudades que incluyan las emociones humanas nos obliga a dar un paso más allá del urbanismo de las formas. Hace falta con cierta urgencia un compromiso serio para entender loque nos hace realmente felices.

Probablemente la proximidad a espacios públicos verdes o la posibilidad de movernos sin depender del coche, o  incluir lugares que faciliten la interacción social. La fórmula para la felicidad de una ciudad es tan complicada como las personas que la habitan, pero todos los componentes tienen un mismo origen: el deseo genético de conexión y pertenencia.

Una nueva y necesaria forma de entender el urbanismo de la felicidad debería inducir otra forma de nuestra realidad urbana, no solo como un espacio físico, sino como un escenario de sentimientos capaz de recomponer alegrías y tristezas. Porque, en definitiva, ¿qué es una ciudad sino el alma que siente y expresa la vida de sus ciudadanos? Cada calle, cada parque y cada edificio debe generar el potencial para ser un catalizador de una comprensión sincera de las necesidades humanas.

Lo irónico hoy, es que esa obsesión por el crecimiento físico trae consigo el olvido de lo que nos hace humanos, de las emociones, relaciones, y los momentos de sentimientos compartidos. Un urbanismo de la felicidad nos debería enseñar que el verdadero crecimiento de una ciudad se mide no por su ampliación de infraestructuras y edificaciones, sino por la percepción de sus habitantes.

Así que la próxima vez que caminemos por las calles de nuestra ciudad, deberíamos pensaren las  decisiones que dieron forma a ese espacio y preguntarnos si de verdad están construyendo una felicidad para todos. Y si la respuesta es negativa, recuerda que la decisión fue, es y debe ser tuya para escribir esa utopía urbana.

Al final, gestionar ciudades felices no es una tarea de urbanistas y políticos, es una responsabilidad de los que vivimos y soñamos en este complicado sistema de emociones que llamamos ciudad.

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